Un mundo
que se acaba
Frente a la violencia política, a los
ciudadanos sólo les cabe optar por el sometimiento o la resistencia. Pero, bajo la
teórica autoridad de un Estado, el ciudadano no tiene derecho a la resistencia o a la
venganza privada. Es el Estado mismo el que debe garantizar su seguridad, el que debe
defenderle contra presiones o exacciones ilegítimas. Llamar a la resistencia ciudadana
contra la violencia sólo tiene sentido cuando el Estado se ha desvanecido. La enorme
ambigüedad de movimientos cívicos como el Foro de Ermua reside precisamente ahí, en la
defensa de la legalidad constitucional y del Estado de Derecho y en la llamada simultánea
a la resistencia civil, como si ese Estado hubiera dejado ya de existir. No es de
extrañar el desconcierto de los receptores de ambos mensajes, a los que se conmina a
obedecer a un Estado que ya no les defiende y a rebelarse al mismo tiempo contra la
violencia ilegítima de que son objeto por parte de otro sector de la población. ¿Cómo
rebelarse, cómo resistir? Proclamar que la normal participación política en las
instituciones, el ejercicio del derecho al voto, de la libertad de expresión y
manifestación son formas de resistencia contra el terrorismo es retórica vacía. Contra
la violencia, no hay otra defensa que la violencia. La del Estado o la privada. Y es
contradictorio e incoherente apelar a la vez a la lealtad constitucional y a la
resistencia de los ciudadanos. Yo también lo hice, y me equivoqué, porque semejantes
consignas no pueden sino aumentar la confusión y la desesperanza de sus destinatarios y
acelerar así la derrota.
Ante la disolución del Estado, el
individuo no cuenta con otra protección que la de su comunidad, si es que tiene alguna.
En el País Vasco, sólo existe, hoy por hoy, una comunidad: la abertzale. Fuera de ella,
uno está a la intemperie. No hay ninguna comunidad democrática, ninguna comunidad
española, ninguna comunidad no nacionalista, sino una muchedumbre de individuos aislados,
votantes de un partido u otro, ciudadanos de un Estado que ha renunciado hace ya mucho
tiempo a defenderlos con un mínimo de eficacia. Lo previsible es que la voluntad de
resistencia que queda en algunos de ellos vaya desvaneciéndose y que la adhesión a lo
que los abertzales llaman «la nueva mayoría social» aumente en la misma medida. Porque
el precio por el sometimiento al nacionalismo no es muy alto, si se evalúa en costes
individuales. El nacionalismo vasco no es partidario de las limpiezas étnicas. Nadie
tendrá que irse con la maleta si no desea hacerlo. Asimilarse a la comunidad dominante no
exigirá conversiones religiosas. Ni siquiera cambios de apellido o el aprendizaje
apresurado del eusquera (eso vendrá después, si llega a darse). Estamos en Europa
occidental y aquí hacemos las cosas civilizadamente. No somos kosovares ni serbios. No
somos siquiera irlandeses del Ulster. Quizá haya que olvidarse de la democracia
parlamentaria, pero siempre se podrá participar en la elección del alcalde. Se
reescribirá la historia, eso sí; pero ¿a quién le importa la historia? La Euskal
Herria soberana será un gran parque temático para estudiar, en vivo y en directo, las
raíces de la civilización neolítica europea (aunque tendrá que sufrir, en este
terreno, la competencia de las naciones bálticas). Los contenidos de la televisión, de
la cultura subvencionada, de la enseñanza, no diferirán mucho de los actuales. Es
absurdo ponerse apocalíptico. El sueño nacionalista no es una tiranía totalitaria. Si
acaso, se parece vagamente a una combinación del franquismo tardío con el principado de
Andorra. Algo perfectamente soportable.
Algunos, es verdad, tendremos que irnos a
otra parte, pero no porque se nos expulse. Imperará aquí la norma primera de todo
conformismo, la que Arzalluz me ha recordado con frecuencia en los últimos meses: si no
estás contento, ancha es Castilla. Yo, lo confieso, me siento incapaz de presenciar el
apasionante proceso de construcción de la etnia vasca del siglo XXI, de la Euskal Herria
nacional, de la utopía abertzale. La sola idea de pasar lo que me quede de vida oyendo
los discursos de Arnaldo Otegui, rellenando los cuestionarios de los inspectores
lingüísticos y acudiendo a los copetines inaugurales de las exposiciones del
Guggenheim-Bilbao me produce sudores fríos. Pero admito que para muchos otros puede ser
un programa aceptable. En mi caso, echaría de menos la imperfección del viejo mundo, su
mestizaje cultural, la babel de las lenguas distintas y reacias a toda normalización, la
posibilidad de disentir y de increpar. Sé que, fuera de aquí, añoraré las sombras del
hayedo de Urquiola, el dulcísimo acento del eusquera de Vizcaya y algún rincón de mi
Bilbao castizo, pero eso está indisolublemente unido a un mundo que se acaba, si no se ha
terminado ya sin que lo hayamos advertido. Porque quizá, temerosos de un final
catastrófico, habíamos olvidado que, como escribió T. S. Eliot,
Así es como acaba el mundo,
Así es como acaba el mundo,
Así es como acaba el mundo,
No con un estallido, sino con un suspiro.
Jon Juaristi, Un mundo que se acaba
Jon JUARISTI, fragmento de su libro «Sacra Némesis. Nuevas historias de
nacionalistas vascos». ABC 16 Mayo 2001 |